Mario abrió el sobre
que acababa de retirar de la oficina de correos. Eran varios folios escritos a
mano. Comenzó a hojearlos y no podía dar crédito a lo que leía, ¡era su propia
vida contada con todo lujo de detalle! Ni siquiera habían tenido el tacto de cambiar
de nombre al protagonista: “Mario Iturri”.
Perplejo y lívido,
presintió que el autor de aquellas letras era Juan Estébanez, el escritor. Así
lo ratificaba la siguiente nota: “Hace un tiempo, cuando todavía no habías
traicionado mi amistad, te dije que tu azarosa vida daba para una novela. Ya la
tienes”.
Mario pensó que debería
intentar hablar con Juan Estébanez; si el texto se publicase podría complicarle
seriamente la existencia; si Olga, su mujer, conociese su turbio pasado…
Recordó, en un vertiginoso
repaso de imágenes, los años que Juan lo acogió en su casa. Las largas apneas
que este sufría durante el sueño, aquella copia de llaves que nunca llegó a
devolverle…
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Cuando Matilde, la
asistenta, encontró una mañana el cuerpo inerte de Juan sobre su cama, junto al
cenicero a rebosar de colillas y una botella vacía de whisky, tras
lanzar un grito desgarrador, dijo sollozando: —Se veía venir.
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