sábado, 27 de marzo de 2010

EL ABUELO

Relato de Manuel Igarreta Egúzkiza


Cuando terminé la carrera en la Facultad de medicina mi ilusión era parecida a la de la inmensa mayoría de los mediquillos: un despacho con nutrida clientela, un buen refuerzo económico en alguna clínica o sanatorio y, a ser posible, algún pellizco del Seguro Obligatorio de enfermedad. Pero mis posibilidades, tan escasas como mi sentido realista de la vida, no dieron para tanto. Ni poseía ese caudal del que mamar en tanto mi clientela se hiciera ni con el que mantener una consulta abierta y adquirir un mínimo de instrumental. El instinto de conservación me empujó a aceptar una plaza de médico titular en un valle difícilmente localizable en un buen atlas de Geografía. Allí donde la carretera general comienza a llamarse puerto, tras varias horas de marcha por un camino vecinal mal construido y peor conservado, allí comencé mis primeras luchas profesionales con los campesinos toscos y poco dados a modernismos. Mis pacientes, o más bien pacientes en potencia remota porque la Naturaleza, a través de sus agentes, se encarga de endurecerlos e inmunizarlos de la mayoría de bacilos y demás tristes atributos de la civilización, disimulaban con desgana su escepticismo ante una ciencia de la que yo era representante oficial y que apenas conocían a través de los hierbajos y ritos de sus curanderas. No obstante, los éxitos ante algún catarro pertinaz, merced a la Penicilina, hicieron que disminuyera la tensión, y que fuesen requeridos mis servicios en fácilmente contadas ocasiones. Aunque también los remedios de las curanderas tenían eficacia conseguí ganarlas por puntos; es decir, por velocidad.


*                      *                      *                      *


La capital del valle era una aldea de poco más de dos docenas de casas apiñadas alrededor de una iglesia sin campanario. Allí residía la “elite” del valle, entre la que honrosa y modestamente me incluyo. Los demás de reducido grupo eran el cura, un sesentón de los que salían del seminario sin más latines que los de la misa y sin más civilización que la estrictamente necesaria en aquellos agrestes parajes; el maestro, aldeano educado durante seis años en un colegio de frailes y, posteriormente, en una Escuela Normal; su misión se reducía a enseñar las primeras letras a los alumnos más dispuestos del valle, y digo las primeras letras porque no eran muchos quienes conseguían aprender las últimas, bien porque las faltas a clase eran superiores a las asistencias gracias al mal tiempo del invierno, al bueno de la primavera y la vacación del verano, o porque los padres de los mozalbetes juzgaban más interesante la labor de cuidar cerdos y vacas en los altos prados que la de perder el tiempo entre sillas, bancos, canciones y mapas de colores. Estos dos personajes, accidentalmente el alcalde, lugareño sin desasnar cuyo mérito municipal era la posesión de bastantes robadas de tierras, y un servidor éramos los componentes de la tertulia de todos los atardeceres, del tresillo de la mayoría de ellos, y oficiante y acólitos en las misas parroquiales.



Llegó un memorable 24 de diciembre. Todo el paisaje visible se hallaba cubierto por un mínimo de treinta centímetros de nieve. En la escuela, vacaciones. Oscurecía. Estábamos los tres inseparables en la cocina del Sr. Cura. Un ama vieja y poco dada a conversaciones se entretenía cocinando la cena de Nochebuena. Habíamos estado de caza y capturamos un jabalí. No nos andábamos con remilgos y estábamos dispuestos a darnos un banquete. Había también un buen trozo de cordero asado, botellas de vino tinto de marca que el maestro había encarado en la Capital a través del coche de línea, sabrosas castañas asadas, e incluso algunas confituras y turrones, tal vez presente de los buenos aldeanos al guarda y cultivador de sus almas. Debido a la inclemencia del tiempo y a mal estado de las sendas, peligrosas por la cantidad de ventisqueros, el señor cura, haciendo uso de su prudencia, optó por suprimir la misa de Gallo. Como luego supimos, tal supresión no preocupó en absoluto su conciencia, pues el buen Don Marcelino, que así se llamaba el cura, era amigo de la buena mesa y aceptaba con harto sacrificio el ayuno de Nochebuena para celebrar la misa de Medianoche.


Estaba la mesa puesta, con el mantel blanco y los cubiertos “buenos” reservados para las grandes solemnidades con invitados por medio. Había tazas de café y copas. El olorcillo era sumamente agradable.


-              Toc, toc, toc. Golpes firmes y pausados.


-              ¿ Quién llamará a estas horas?- dijo el ama, demostrando, por primera vez en toda la tarde, que sabía hablar.


-              ¡Vaya por Dios!- intervino el cura- ¿Qué novedad será ésta? Y dirigiéndose a mí: Prepárate, que es seguro que Dios tiene dispuesto que hoy se nos muera alguno y ni tú ni yo cenemos en  paz.


El ama, entretanto, había bajado ya hasta el portal, pero no fue necesario su regreso para enterarnos del mensaje del nocturno visitante. El eco de las voces subía escaleras arriba acompañado de una corriente por cierto nada agradable. El cura dio un respingo de satisfacción cuando oyó que no era a él a quien se buscaba, sino a mí. Yo no pude reprimir un pequeño improperio a espaldas del Padre Marcelino. El señor cura se volvió hacia mí infundiéndome con sus miradas, sus palabras y todo su ser, cristiana resignación.


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El mulo caminaba hincando las patas en la nieve. Cada uno de los resbalones me llenaban de temor. Pero, gracias a Dios, la cosa no pasó del desliz. A pesar de que yo me había pertrechado lo mejor que supe, ayudado por mis inseparables amigos, por todas partes sentía la frialdad de la ventisca. Más de horas cabalgué lentamente entre la nieve, siempre hacia arriba, en busca del último caserío del último pueblo del valle.


¿Y la noticia? ¡Pues no era gorda la noticia! Había venido Pascual, el hijo de Pascual y hermano de la Pascuala. Que su hermana iba a dar a luz, y que su padre estaba engañado por la familia y que creía que no se trataba sino de un cólico o algo por el estilo, y no eran infundadas las reservas de la familia ante el tío Pascual, bruto como un arado, teniendo en cuenta que la Pascuala era soltera.


Llegué. Pascual, su hijo y su mujer esperaban en el portal, con un candil de aceite colgado del barandado de la escalera.


-              Buenas noches nos dé Dios- dije fingiendo buena cara al mal tiempo y sin acordarme demasiado de que estábamos en nochebuena.


-              Igualmente, igualmente- me respondieron a coro.


Me acompañaron a la cocina. Sobre el fogón, que ardía con todo su vigor y todas sus calorías, hervía un cubo de agua. El tío Pascual, sordo como una tapia entre otras cosas, se había empeñado en que le pusieran a la enferma bolsas de agua caliente.


-              Nada- decía a grandes voces, olvidándose de que allí el sordo era él. Contra los males del vientre, agua contra más caliente, mejor.


Tuve que hacer grandes esfuerzos para explicarle que había pasado un buen trozo de mi vida estudiando para atender a los que, como su hija, no estaban bien de salud, y que yo decidiría qué era lo que había de hacerse. No pareció quedar muy convencido, pero desapareció por la puerta de la cocina.


Después de observar a la parturienta opiné que todavía quedaba media o una hora de tiempo. Me dieron de cenar. Unas sopas de ajo y un trozo de pichón. Y, para postre, castañas asadas. El tío Pascual era muy buen cazador. Según él, porque como no oía, no le temblaba tanto el pulso ante el fragor de los disparos.


Cuando el tío Pascual volvió a la cocina tuve que explicarle lo mejor que pude lo que iba a suceder. Puse las manos a modo de megáfono y las apoyé sobre su oído derecho, que era el que todavía percibía algún que otro sonido.


-              Tío Pascual- grite con toda mi alma- Va usted a ser abuelo.


-              ¿Qué?- pero comprendió. Quedó pensativo y no dijo nada más. Desapareció cabizbajo por la puerta.


Tomé el caldero de agua caliente y unas toallas limpias y me dirigí hacia la habitación de la enferma. Los ayes se iban acentuando. Había llegado el momento. Abrí mi cartera de cuero negro y comencé a preparar mi instrumental de urgencia. Estaba agachado en el suelo, recogiendo unas pinzas que se me habían caído cuando oí, tras de mí, un crujido. Me volví. El tío Pascual, de pie en el umbral, apuntaba su escopeta de dos caños hacia el vientre de su hija. Di un salto y le di un empujón. Los disparos destrozaron la ventana del cuartucho. El tío Pascual, con la escopeta humeante apoyada en el suelo, dijo: No quiero nieto, si antes no tengo yerno. Y comenzó a llorar roncamente. Su mujer e hijo, que acudieron ante el estruendo ensordecedor, se lo llevaron.


En la noche de un frío 24 de Diciembre un niño nació felizmente en las montañas. Y un mes más tarde se celebró una boda. Los padres bautizaron al niño con el nombre de Jesús. Y me han contado que el yerno suele decir a su suegro: -¡Herodes, más que Herodes! ¡ A buena hora van a encontrar mejor Herodes que tú en las comedias de la Casa Parroquial!


FIN


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